Ribagorza: «Marca de agua»


Por Feli Benítez

Tengo un amigo al que hace años que no veo. Me acompaña, sin embargo, pues sus cuadros cuelgan de mis paredes. También establezco diálogos mentales con él cuando veo algo que sé que le gustaría o sucede un acontecimiento que, de seguro, nos llevaría a una discusión encendida.

Aquellos a quienes queremos y nos quieren son consustanciales a nuestra naturaleza. Su huella, su rastro y su impronta ayudan a conformar la sustancia de la que está hecho nuestro espíritu, nuestro humor y nuestro carácter. Si tenemos la suerte de tener buenos amigos, nuestra expresión como seres humanos, el trazo que dibuja nuestra existencia en la sociedad que nos enmarca es más nítido, más intenso y mucho más firme.

Mi amigo quería ser pintor. Desde muy joven sabía qué era a lo que quería dedicarse. Su padre también lo sabía. Sabía, además, que haría todo lo posible para que el hijo no se saliese con la suya. Le obligó a estudiar medicina para que fuese médico como él. Mi amigo tardó cuatro años en decirle a su padre que no lo sería y entre clase y clase de la Facultad: línea, trazo, pincelada, seguir en la búsqueda de un lenguaje propio, adquirir conocimientos y técnicas, dejar imágenes sobre papeles, cartones, tablas, lienzos… Al padre se le ocurrió el modo de poner un bastón entre los radios de esa rueda que giraba veloz y poderosa en dirección contraria a lo que él creía que debía de ser su hijo: una recomendación infalible de parte de un familiar influyente y aquellas manos capaces de crear imágenes y esa mirada que traducía el mundo en formas y colores que conseguían conmover y emocionar se vieron obligadas a converger durante horas, muchas horas, sobre las piezas de una cadena de montaje de la General Motors.

Como un lavabo, por cuyo desagüe se va lentamente el agua que quisiéramos retener pero que un tapón mal ajustado deja escapar poco a poco, así fue yéndose la energía, el buen humor y la vitalidad de mi amigo. Hablaba de sí mismo en los mismos términos en que lo haría un preso y en el fondo del lavabo flotaba una película de amargura que no se diluía ni con las palabras de ánimo de sus amigos, ni con el vino, ni con los besos.

Meses, años de sometimiento, de intentar rellenar la silueta perfilada por el padre, más parecida a una camisa de fuerza que a la huella amorosa que el alfarero deja en la arcilla para ayudarle a tomar forma.

Un nuevo gesto de rebeldía y, de nuevo, ser un ángel caído. Ser arrojado otra vez lejos… y volver a la caricia de los pinceles, de las telas. Dejó el trabajo mecánico, no creativo que iba a enseñarle a llevar una vida como Dios manda para mandar sobre su vida. El desprecio, la penuria económica no bastaron para hacerle desistir pero ayudaron mucha a hacerle la vida difícil.

Entonces llegó la experiencia determinante, alentadora: necesitaban una persona para completar el pasaje de un velero. Un pequeño grupo. Todos amigos o conocidos incluido el patrón del barco. Hizo el viaje.

La pintura de mi amigo se llenó de peces, de libertad de movimiento, de juegos de la luz con el agua. Peces, más peces. El pez como cifra, el pez como símbolo…

Tengo una fotografía de mi amigo en aquel viaje. Se ve sólo el torso, desnudo, las manos sobre el timón. Silba, mira despreocupado hacia el mar y el pelo, largo como nunca antes, sigue el soplo del viento. Lo veo tranquilo, con esa tranquilidad que en algunas existencias difíciles es el equivalente de la felicidad.

El recuerdo de esa fotografía, de mi amigo y de aquel tiempo en el que nos frecuentábamos, vienen a mí mientras miro al suelo. camino por uno de los tantos senderos que se dibujan en las laderas de los montes que rodean el lugar donde vivo. El suelo está lleno de peces. Mejor dicho: de caracolas, de almejas, de crustáceos… No estoy delirando ni se trata de una licencia poética. Es literal: centenas, millares de habitantes marinos tapizan el suelo que piso. Son de piedra. Testimonian la presencia de un mar que reflejaba el Sol y acogía a estas criaturas en el mismo punto donde ahora se alzan las altas montañas pirenaicas. De eso hace tiempo, mucho tiempo (Cretácico, unos ochenta millones de años) pero las montañas guardan memoria de aquel mar y, de vez en cuando, el recuerdo aflora. Las montañas hablan de aquella agua y su vida porque son parte de ellas. Del mismo modo, hablo de un amigo que me dejó llena de peces y se retiró como el mar de estas montañas: para no volver.

No son piedras lo que se ve en el suelo: son caracolas.

No son lágrimas las que tiemblan en mis pestañas: son peces.

Tengo un amigo al que hace años que no veo.

(Emilio Abanto in memorian)

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